Hoy se cumplen 16 años desde que la Corte Interamericana de Derechos Humanos –CIDH-emitió la sentencia en la que responsabiliza al Estado de Guatemala por el asesinato de cinco jóvenes, de entre 15 y 20 años, sucedido en junio de 1990. Cuatro de ellos, Henry Contreras, Federico Figueroa, Julio Caal y Jovito Juárez, fueron secuestrados el 15 de junio, torturados y muertos a balazos por agentes de la policía. El quinto, Anstraum Villagrán, fue asesinado a balazos en plena calle y por los mismos agentes, el 25 de junio. Como consta en las investigaciones, eran “niños de la calle”.
Las cinco víctimas eran amigos y sus vidas transcurrían en la Plazuela Bolívar. Rosa Morales, que trabajaba en uno de los kioscos del lugar junto con Anstraum, los detestaba, así es que un día se hartó. A los cuatro amigos de Anstraum, en lugar de echarles agua caliente, como siempre, para que se marcharan, los invitó a tomar una sopa. Mientras comían, ella avisó a sus matones. Días después, los encontraron con los ojos quemados y arrancados, las orejas mutiladas y a algunos sin lengua. Otro día llegaron por Anstraum y le dispararon por la espalda, mientras escapaba.
A la muerte de los jóvenes le siguieron amenazas contra testigos, incluso la muerte de uno de ellos. Al final, las cortes guatemaltecas dictaminaron que las pruebas eran insuficientes para culpar a alguien y por eso el caso fue elevado a la CIDH, por Casa Alianza y el Centro de Justicia y Derecho Internacional. Uno de los jueces de la CIDH, Antonio Cançado, explicó en su voto que las cinco víctimas, antes de ser privadas cruel y arbitrariamente de sus vidas, ya se encontraban privadas de crear y desarrollar un proyecto de vida. Se encontraban en las calles en situación de alto riesgo, vulnerabilidad e indefensión, en medio de la humillación de la miseria, y advierte proféticamente que “un mundo que abandona a sus niños en las calles no tiene futuro”.
La historia de sus cortas vidas transcurrió entre el trabajo infantil, el maltrato y la desintegración familiar. La sociedad los graduó en sobrevivencia, como a tantos niños, y usó sus fuerzas para la venta de dulces, el lustre de zapatos, la llevada de bultos y la albañilería… Muchas veces, al leer el caso, imagino el terror que les habrá invadido en sus últimos momentos, y me conmueve suponer su trágica amargura al sentirse, una vez más, abandonados por nosotros, porque el fallo de la CIDH contra el Estado, es un fallo contra esta sociedad que admite y fomenta la desigualdad.
Desde hoy, cuando abrace a sus hijos, ponga en sus rostros las sonrisas que no florecieron más en Henry, Federico, Julio, Jovito y Anstraum, y hártese de ser cómplice. ¡exijamos el respeto a los derechos de la niñez!