La semana pasada comentaba en una reunión que hace 6 años desapareció el aparentemente sólido banco en donde guardaba mi fondo de pensiones y que, por el contrario, ahora todavía estaba en pie, a pesar del tiempo y del “libre mercado”, la Escuela Oficial Mixta Urbana Número 85 en donde estudié mis primeros tres grados de primaria. Todo esto para tratar sobre la importancia de la escuela como un bien público, apto para recibir a muchas generaciones y, más importante aún, con la capacidad de construir mediante la convivencia diaria, con personas de toda índole, una sociedad con principios de igualdad y justicia.
En aquella escuela, en 1983, cada familia aportó un block que por sí mismo no hacía mucho pero que en conjunto permitió la construcción de nuestro salón de actos. Con mis ojos de niño siempre vi ese salón como una gran obra de la que me sentía orgulloso ¡Yo aporté un block! Y hoy, estoy orgulloso de aquel empeño de padres y maestros por hacer un salón, humilde pero digno.
Sabe usted que en la escuelita convivíamos los vecinos de Ciudad de Plata con los patojos que llegaban de la Bethania. Los primeros, de familias con suficientes recursos para vivir bien, los segundos de hogares con dificultades económicas; algunos incluso desfallecían de hambre durante las primeras clases y corríamos a verlos tendidos en el suelo, mientras la maestra ponía en práctica la mecánica para revivirlos. El hambre hacía tronar la panza en aquel entonces, como lo hace ahora, y también hacía sentir humillado a quién la padecía y mucho más a quién despertaba de sus desmayos.
En el recreo, todos hacíamos cola para tomar nuestra Incaparina bien caliente. Todavía recuerdo su sabor y cómo el humito que soltaba una vez servida, en mi pocillo azul y con ojos sonrientes, subía hasta la nariz. Los que llevaban pan lo compartían con los que no. No se trataba de algo negociable, quizá porque era una cuestión de amistad o de compañerismo, una regla básica de convivencia. ¡¿Cómo podría un niño comer tranquilo sabiendo que otro no llevaba refacción?! No sé, eran tiempos de guerra y quizá, muy en el fondo y sin saberlo a conciencia, reconocíamos aquel espacio en común, la escuela, como un lugar para ayudarnos a neutralizar el terror a la muerte y al desamparo que nos esperaba al salir a la calle.
La maestra, Patricia de la Cerda, siempre puntual y sonriente, nos enseñó a contar hasta 5000, a escuchar historias y a leer cuentos que nos transportaban a otros mundos que seguíamos tejiendo en casa con el poder de la imaginación.
Aquella escuela me enseñó muchas cosas que atesoro como principios de vida y creo que usted y yo tenemos la tarea impostergable de hacer de nuestras escuelas e institutos un bien público. Debemos planificarlas como espacios de oportunidad para que los niños y los adolescentes edifiquen los ideales de igualdad, fraternidad y justicia que tanto necesitamos todavía.
Esta columna fue publicada en el Diario de Centroamérica en 2011. Facebook me la recordó hoy y por eso la vuelvo a publicar, pues continúa estando muy vigente.
Imagen tomada de Prensa Libre