Jonathan Menkos Zeissig

+ democracia + desarrollo + igualdad

Hiroshima: una lucha cotidiana por la paz

(CIUDAD DE GUATEMALA, 7AGO17). El 6 de agosto de 1945, a las 8:14 de la mañana, un avión del ejército estadounidense, piloteado por el coronel Paul Tibbets, lanzó sobre Hiroshima a Little boy, una bomba atómica de 4 toneladas de peso y un corazón de 50 kilos de uranio. A las 8:15, seiscientos metros antes de tocar tierra, Little boy obtuvo el deshonroso título de ser la primera bomba atómica que explotaba en una guerra y sobre civiles. Cerca de 70,000 personas murieron de manera inmediata y otro número similar falleció en los siguientes años por sus consecuencias. El mito de la disuasión nuclear, enseñado en las escuelas es que aquellas bombas terminaron con la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, una revisión exhaustiva de los hechos revela que la rendición de Japón se debió en mayor medida al ataque soviético iniciado el 9 de agosto.

Tibbets, quien murió el uno de noviembre de 2007, siempre afirmó no sentirse arrepentido. En una nota recogida por El País de España, aseveró: «mi interés principal era hacer el trabajo lo mejor que pudiera, así podría acabar la matanza lo más rápido posible». En 2015, acompañado por el primer ministro japonés, Shinzo Abe, el entonces presidente de Estados Unidos, Barak Obama, visitó Hiroshima. En su discurso tampoco pidió perdón por lo sucedido durante la guerra. Sin embargo, fue la primera vez que un presidente de este país visitó Hiroshima y se reunió con los hibakushas ―como se les dice a los sobrevivientes de las bombas de Hiroshima y Nagasaki―. Además, Obama, hizo públicamente la pregunta sobre ¿cómo es que tan fácilmente aprendemos a justificar la violencia a favor de un coste mayor? Hoy sabemos que en parte, aquellas bombas ayudaron a justificar el enorme gasto del programa nuclear de Estados Unidos, y a consolidarlo como la nación más poderosa bélica y económicamente de ese tiempo.

Este año, en el que se ha conmemorado el 72 aniversario de la bomba atómica, he podido visitar Hiroshima y conocer algunos de los hibakushas. Ellos se dedican voluntaria y cotidianamente a platicar sobre lo sucedido y a recoger firmas para luchar contra las armas nucleares en el mundo. En el Museo Nacional de la Paz, me sorprendieron los objetos y las fotografías que cuentan sobre aquel terrible 6 de agosto de 1945.  Pero, mi mayor sorpresa fue conocer al señor Takashi Teramoto, quien a sus 82 años no deja pasar la oportunidad de relatar su historia marcada por la muerte y la discriminación, pero también por la esperanza.

Cuando se camina por el pasado y el presente de Hiroshima se logra tener una idea clara sobre la capacidad de destrucción que tiene el ser humano. Pero también, quien ha escuchado a los sobrevivientes notará en ellos la capacidad humana para cambiar el odio y el deseo de venganza ―que ha servido de excusa a tantas guerras y genocidios―, a la lucha por la paz. Como dice el señor Teramoto, la paz corresponde a cada ser humano.

El mundo actual está lleno de bombas nucleares ―más de 15,000― y de locos con autoridad para hacerlas explotar. De hecho, 100 bombas lanzadas sobre grandes ciudades podrían precipitar el final de la humanidad. Es por esa realidad que la historia de Hiroshima y el poder de sus sobrevivientes para luchar por la paz no deben olvidarse. La paz de este tiempo requiere que los nueve Estados que ostentan el arsenal nuclear acuerden no utilizarlo. Pero la paz también debe lograr que los avances científicos y productivos se conviertan en herramientas para el bienestar de todos, en cualquier parte del mundo.  El hambre y la ignorancia, la pobreza, la inseguridad, la corrupción y la codicia son bombas nucleares que matan a diario.


Una versión de esta columna de opinión ha sido publicada por Prensa Libre en su edición del martes 8 de agosto.

Imagen de Jonathan Menkos.

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Esta entrada fue publicada en 9 agosto, 2017 por en Democracia, Sin categoría y etiquetada con , , , , , , , , .

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