(CIUDAD DE GUATEMALA, 05MAY21), Esta semana hemos sido testigos de amplias manifestaciones sociales en Colombia, en contra de la reforma fiscal impulsada por el gobierno de Iván Duque. Infortunadamente, la represión en contra de los manifestantes ha dejado como saldo, hasta el momento, 940 casos de violencia policial, 92 víctimas de violencia física por parte de la policía, 21 víctimas confirmadas de violencia homicida, 672 detenciones arbitrarias de manifestantes, 134 intervenciones violentas por parte de la fuerza pública, 12 víctimas con agresiones a sus ojos, 30 casos de disparos con armas de fuego y 4 víctimas de violencia sexual.
La portavoz de la Oficina de la Alta Comisionada Naciones Unidas para los Derechos Humanos en este país, ha asegurado que los agentes utilizaron municiones reales contra la población; mientras tanto, Álvaro Uribe, expresidente de Colombia y adalid del neoliberalismo y de la rancia y agresiva oligarquía latinoamericana, incitaba a la violencia por Twitter diciendo: «Apoyemos el derecho de soldados y policías de utilizar sus armas para defender su integridad y para defender a las personas y bienes de la acción criminal del terrorismo vandálico.»; y su delfín, el presidente Duque, calificaba las manifestaciones de «terrorismo urbano».
La reforma fiscal planteada pretendía ajustar las finanzas públicas de Colombia —cuya deuda pública está a un nivel de ser considerada «basura», impagable—, pero recargando el mayor peso de las obligaciones en la población que menos tiene, siendo afectada por la ampliación de las bases del impuesto al valor agregado y del impuesto sobre la renta a los trabajadores. Como si eso no fuera suficiente para una oposición social, la reforma fiscal incluía un techo al gasto público, lo que afectaría la provisión de bienes y servicios, es decir, la garantía de derechos. Esta reforma fiscal ha sido la gota que colmó el vaso en medio de una crisis económica que ha dejado un 15.9% de desempleo y al 42.5% de los colombianos viviendo en condiciones de pobreza. Otro hecho que suma al hartazgo ciudadano es el gasto militar que, en 2020, representó 9,216.0 millones de dólares, y continuó siendo el segundo más alto de Latinoamérica.
En Guatemala, la política fiscal podría explicar en buena medida la crisis política permanente en la que vive el gobierno de Alejandro Giammattei, teniendo su punto más álgido en noviembre de 2020, cuando amplias manifestaciones sociales exigieron la retirada del presupuesto público de 2021, aprobado por la mayoría oficialista, de manera opaca (en la madrugada del 18 de noviembre) y con amplios y espacios para la corrupción: pago de favores políticos, seguros privados de salud, dinero para oenegés desconocidas y miles de millones de quetzales para (mal)hacer carreteras. De aquellas manifestaciones surgió el clamor que continúa escuchándose «¿En dónde está el dinero?». El gobierno guatemalteco también utilizó la fuerza excesiva contra los manifestantes, motivo por el cual se ha pedido en reiteradas ocasiones la destitución del ministro de Gobernación, Gendri Reyes.
Otros problemas fiscales provocados por el gobierno actual son los diversos casos de corrupción que se conocen a diario, el despilfarro de recursos —como el Centro de Gobierno, espacio para la contratación de amigos— y una gestión pública incompetente y dolosa de la crisis sanitaria. En estos días, el presidente Giammattei podría sancionar las modificaciones a la Ley de Contrataciones con lo cual inaugurará nuevos caminos a la corrupción, esta vez compartidos con alcaldes. La sanción de esta ley, en medio de la exigencia por más transparencia y una mejor gestión de la administración pública, ampliará la desconfianza social en el gobierno central y las municipalidades, debilitará más la legitimidad del presidente y afectará la gobernabilidad democrática.
Guatemala no es Colombia, pero no es de extrañar que, en este contexto de crisis, económica y política, como en 2015, un tema fiscal sea el que logre aglutinar a una población harta de observar cómo una gavilla de criminales («eleq´ones») está en la pepena, mientras la mayoría se asfixia en la zozobra.
La política fiscal en la modernidad, constituye el contrato social: si las mayorías actuales saben que las reformas refuerzan la desigualdad y la exclusión, seguro se opondrán a ellas con vigor. En contraposición, las reformas fiscales diseñadas para lograr mayor justicia en el reparto de la riqueza, igualdad, progresividad y resultados concretos en materia de bienestar social y desarrollo, podrían constituirse en un elemento que dote de legitimidad a quienes ostentan el poder público o lo quieren ostentar y estén dispuestos a cambiar la tradicional correlación de fuerzas políticas (oligarquía depredadora-gobernantes mayordomos), por una más amplia y democratizadora (ciudadanía en general-trabajadores-empresarios no rentistas-gobernantes responsables). Esto podría dar como resultado la construcción de una paz y cohesión social firme y duradera en la América Latina del siglo XXI.
Una versión de esta columna de opinión ha sido publicada por el vespertino La Hora en su edición del jueves 6 de mayo de 2021.