Jonathan Menkos Zeissig

+ democracia + desarrollo + igualdad

Las malas ideas oficialistas en El Salvador

El pasado uno de mayo, los partidos afines al presidente salvadoreño, Nayib Bukele, en su primera sesión de Asamblea Legislativa, destituyeron a los magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia y al Fiscal General de la República.

No respetaron los procedimientos existentes contemplados en el marco legal, para tales efectos, violentando así el régimen democrático, entendido este como el conjunto de reglas procesales para la toma de decisiones colectivas, sobre las que se basa la posibilidad de dirimir controversias y conflictos bajo un Estado de Derecho. El régimen democrático constituye el cimiento de un Gobierno basado en las leyes, las cuales pueden y deben ser modificadas en la medida en que la sociedad avanza, pero en las que debe conservarse la idea no únicamente de lo que pueden hacer los ciudadanos, sino, fundamentalmente, en las que se establezca y afine cada vez más la responsabilidad y las obligaciones de los gobernantes para preservar el bien común y la democracia.

En contraposición, en regímenes despóticos, se edifica el Gobierno de los hombres, basado en el poder absoluto de una persona, o de un grupo limitado de individuos quienes, a su sabor y antojo, pueden decidir lo que es bueno y lo que es malo para todos, quién vive y quién muere, quién tiene derecho a hablar y quién debe hacer silencio, o si se deben hacer elecciones o no.

El presidente Bukele, envió por Twitter, un mensaje a la Comunidad Internacional advirtiendo que «estamos limpiando nuestra casa …y eso no es de su incumbencia». Sin embargo, limpiar la casa no es lo mismo que dinamitarla; y por supuesto que, en el mundo interconectado en el que vivimos y por los efectos nocivos del autoritarismo (tales como la migración forzada y más inestabilidad regional, por ejemplo), lo que sucede en El Salvador, en Guatemala, en Nicaragua o en Colombia, es un asunto que nos incumbe a todos y, el involucramiento de otros Estados, es parte del derecho internacional.

Se debe reconocer que la democracia salvadoreña, al igual que la mayoría de democracias centroamericanas, han sido debilitadas por la permanencia de oligarquías —que ostentan buena parte del poder público—, que no han sido tocadas por los ideales y por el régimen democrático y que permanecen (visibles o invisibles) en el poder, independientemente de la alternancia de partidos políticos en el gobierno. Estas oligarquías corrompen la democracia y a los partidos políticos, dejando una gran insatisfacción en la mayoría de la población que percibe algo que es muy real: se gobierna para el beneficio de unos pocos, mientras abunda el hambre, la pobreza, la desigualdad y la violencia.

El presidente Bukele y sus socios podrían haber hecho la diferencia al contar con la legitimidad democrática de una amplia mayoría que votó por ellos, cansada de esa estructural deuda social de la democracia. El presidente Bukele y sus diputados afines han sido elegidos, no tanto por sus dotes políticas o intelectuales, sino como consecuencia de una sociedad frustrada que vota por unos para castigar a otros. Sin embargo, quienes conforman el actual oficialismo, entre ellos el partido Nuevas Ideas, se han aprovechado de la confianza de sus votantes y se han dejado llevar por malas ideas: facilonas respuestas como romper todo para intentar que funcione mejor para algunos. Lo sucedido el uno de mayo demuestra que solo habrá un cambio en El Salvador: un nuevo grupo de poder cooptará el Estado.  La historia de dictaduras en Centroamérica nos recuerda que esto terminará mal para muchos, incluidos aquellos que hoy lo aplauden, por ignorancia o por cercanía.

Lo que pudo ser y no será. Un gobierno democrático presidido por Bukele tendría ahora una Asamblea Legislativa con mayoría para aprobar leyes que estructuralmente cambiaran la realidad salvadoreña: una reforma fiscal de gran calado que cobre más impuestos a los que más tienen y nunca han querido pagar y aumente el gasto y la inversión social; una reforma social que aumentara la protección y asistencia de todos los salvadoreños, en especial a los precarizados por el estilo de crecimiento económico neoliberal; una reforma económica para fomentar la industrialización y el empleo. Una reforma política para abrir los caminos a una sociedad pluralista, limitando el poder de las oligarquías, con toda la población bien educada en el difícil arte del bien común, y el fomento de un gobierno transparente, basado en resultados de desarrollo.

El presidente Bukele de hoy, con un poder casi ilimitado y desdeñoso del régimen democrático, es más el discípulo adelantado de Daniel Ortega (muchísimo más ávido que Juan Orlando Hernández y Alejandro Giammattei), y puede anticiparse violencia contra la población que le reclame y la asfixia legal, fiscal y económica contra los movimientos sociales y medios de comunicación que piensen diferente, entre otros. También debe anticiparse que habrá más pobreza, más ingobernabilidad social y migración forzada, porque muchas puertas —políticas, comerciales y financieras—, se cerrarán para El Salvador.

Toca recordar lo que decía Norberto Bobbio: «el Derecho y el poder son dos caras de la misma moneda: sólo el poder puede crear Derecho y sólo el Derecho puede limitar el poder». Ahora El Salvador se suma a la deshonrosa lista de Estados en alerta roja, ante la violación del régimen democrático, en donde también están Guatemala, Honduras y Nicaragua, en donde alianzas criminales se han apoderado de los tres poderes del Estado, incluidas sus Cortes de Constitucionalidad.


Una versión de esta columna de opinión ha sido publicada por la Revista GatoEncerrado en su edición del martes 4 de mayo de 2021.

Imagen tomada de El Confidencial.

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