(CIUDAD DE GUATEMALA, 16SEP21). El Estado guatemalteco vive hoy en día una crisis multidimensional, económica, social y política. En lo económico, el estilo de crecimiento orientado hacia el exterior, está basado en la exportación de bienes de bajo valor agregado y con alto impacto de los vaivenes de la economía global. Estos bienes exportables basan su competitividad internacional, no en la innovación sino en la disminución de costos lograda por medio de la precarización de los trabajadores y la reducción o exoneración del pago de impuestos.
Como consecuencia de este diseño económico, el país tiene una débil capacidad industrial y poco atractivo para la inversión que no esté ligada a la explotación de recursos naturales, renovables y no renovables. Asimismo, el modelo no necesita ampliar el bienestar de las mayorías con educación, salud o capacidad de consumo. La crisis de esta esfera se observa en su incapacidad para redistribuir la riqueza y el bienestar, la falta de personas capacitadas para avanzar hacia un estilo de crecimiento fundamentado en la tecnología y el conocimiento, la existencia de monopolios privados con influencia desmedida en los mercados y en el poder público, y el cada vez mayor número de migrantes forzados a escapar, principalmente, a los Estados Unidos. Pero la crisis del estilo de crecimiento económico no termina ahí. Ahora se suma su incapacidad para adaptarse y aprovechar los cambios económicos globales que son resultado de barreras sanitarias, aumentos del costo de transporte y de insumos y de los crecientes conflictos políticos entre potencias. La estructura económica de Guatemala es incapaz de obtener ganancias del proceso de desglobalización que vivimos y de la nueva búsqueda de autosuficiencia regional e, infortunadamente, tiene una capacidad escasa para quedarse con algunas de las cadenas de suministro que Estados Unidos trasladará de Asia (especialmente, China) hacia territorios más cercanos.
En materia social, en el Estado de Guatemala el bienestar social es algo residual, supeditado a la “eficiencia económica”, es decir, al interés de quienes tienen el poder de los mercados. Este diseño fomenta y se soporta en la baja calidad e inversión destinada a la producción de bienes y servicios públicos, lo que mercantiliza la vida cotidiana (salud, educación, agua, seguridad, justicia) al tiempo en que amplía las brechas sociales entre ricos y pobres, mestizos e indígenas, hombres y mujeres y habitantes urbanos y rurales. La crisis social se evidencia en la alta mortalidad resultado de la pandemia, la desigual distribución de la atención médica y la salud, el hambre crónica en la que sobreviven dos de cada diez guatemaltecos y el incremento continuo de la pobreza, con cerca de la mitad de menores de 5 años padeciendo desnutrición y un millón de niñas, niños y adolescentes fuera de la escuela. Asimismo, Guatemala tiene el peor mercado laboral de América Latina, según el Índice de Mejores Trabajos (Bando Interamericano de Desarrollo), medido por formalidad y salario suficiente para evitar la pobreza.
En lo político, la administración pública ha sido diseñada para favorecer este estilo de crecimiento económico y este modelo casi nulo, cuando no negativo, de bienestar social. No es un Estado fallido, porque no hay falla aquí: es un Estado diseñado para el hambre de muchos y el beneficio de pocos. El servicio civil está prostituido por intereses político partidistas y económicos, que capturan juntas directivas y espacios estratégicos para garantizar la sobrevivencia del modelo. El poder público hoy esta repartido entre manos públicas (gobernantes y funcionarios) y manos privadas (élites económicas con negocios lícitos e ilícitos), tiene nula planificación del desarrollo, débil capacidad fiscal; imparte la justicia de manera injusta, tardía y sin garantías, y su deliberación política está basada en intereses personales o gremiales, entrelazados por fuertes y añejas cadenas de corrupción. Parte de la crisis se evidencia en la creciente ilegitimidad de los gobernantes y de la élite económica, las crecientes movilizaciones sociales y el discurso cada vez más presente sobre la necesidad de terminar con este Estado e iniciar uno verdaderamente democrático, pluricultural y prlurinacional, respetuoso de los derechos humanos.
Esta crisis multidimensional tiene dos soluciones opuestas con múltiples arreglos intermedios: o hay un cambio radical del modelo, impuesto por la capacidad de organización de las mayorías, actualmente asfixiadas por el modelo actual; o quienes ostentan el poder, responden a la crisis con violencia y la instauración de un poder político autoritario. En este momento, la moneda está en el aire todavía.
Para que el primer escenario sea viable, se requiere de Unidad Popular: organizaciones indígenas ancestrales, en suma con organizaciones estudiantiles, movimientos campesinos y movimientos sindicales no corruptos, organizaciones empresariales no rentistas, trabajadores precarizados y desempleados, grupos religiosos progresistas, comprometidos a emprender el camino a un acuerdo político de transformación estructural. Hacer lo que los independentistas, hace 200 años, intentaron evitar: prevenir las consecuencias, que serían temibles en el caso de que (la independencia) la proclamase de hecho el mismo pueblo. Autores en favor de estos procesos de unificación de ideas y acciones, recomiendan la búsqueda de consensos concretos en torno a la radicalización de la democracia, que amplíen su base de apoyo social y que venzan el camino que transitan las sociedades dominadas por autócratas (como en la actualidad viven Guatemala, Honduras, El Salvador o Nicaragua): acordar garantías universales en la educación, la salud, la mitigación de la pobreza extrema y el hambre, en un primer momento, pues son los asuntos que más aquejan a las mayorías y lastiman tanto a las niñas, niños y adolescentes; encontrar el camino para garantizar elecciones libres y la conformación de una asamblea constituyente que redefina el Estado, dotando de capacidad e independencia a la administración pública, cerrando los espacios para la captura del poder público por manos privadas y desarrollando caminos de mediano y largo plazo para recorrer en favor de un desarrollo humano, culturalmente aceptado, sostenible y sostenido.
El otro camino, el de los autócratas, se está haciendo evidente con la captura del sistema de justicia (Corte Suprema y Corte de Constitucionalidad); del sistema electoral (Tribunal Supremo Electoral) y las mayorías oficialistas que dominan el Congreso de la República en favor de la corrupción, la impunidad y la destrucción democrática. Leyes que prohíben la manifestaciones y apuntan al cierre de organizaciones no gubernamentales contrahegemónicas; leyes para el silencio de los medios de comunicación que no pertenecer a la élite y un aumento de la represión y la violencia contra objetivos puntuales (líderes campesinos e indígenas, defensores del territorio y de derechos humanos, empresarios, pensadores y políticos contrarios a la visión dominante, sindicalistas y trabajadores públicos que ponen en evidencia la prostitución del servicio civil, entre otros).
En medio de estas opciones hay tonos grises, pero en esos escenarios, casi siempre pierden las mayorías. Es urgente que, sin ánimos de epopeya, se logre la unidad popular.
Una versión de esta columna de opinión ha sido publicada por el vespertino La Hora en su edición del jueves 16 de septiembre de 2021.
Imagen tomada de altonivel.com.mx