El seis de agosto de 1945, a los ocho con quince minutos de la mañana, el cielo de Hiroshima brilló con el relámpago más blanco jamás visto. Un instante después hombres, mujeres, niños y ancianos aturdidos, sangrantes e indefensos deambulaban entre las calles obscurecidas por el polvo de la destrucción que provocó la bomba atómica.
Un veinticinco por ciento de la población en esta ciudad murió debido a las quemaduras directas de la bomba, mientras otro veinte por ciento falleció por los efectos de la radiación. Los japoneses, por cultura, tendían a evitar utilizar el término “sobreviviente” para referirse a quienes no habían perecido con la bomba, pues esto podía sugerir una ofensa a los sagrados muertos. Entonces decidieron llamarlos hibakusha que literalmente significa personas afectadas por una explosión. Con los años, los hibakusha fueron tratados de manera especial por las autoridades gubernamentales, quienes les brindaron una protección social particular.
En Guatemala, la desigualdad es una bomba atómica, que no se anuncia con relámpagos, ni se acaba en un instante. Al contrario se expande y así, silenciosa como es, va dejando a su paso rastros imborrables de miseria, ignorancia y hambre. Sus víctimas mueren lentamente, mientras deambulan por las calles. Por poner algunos ejemplos, el 60 por ciento de los niños indígenas menores de cinco años está desnutrido; el 70 de los jóvenes no llegará a terminar la educación básica, mientras el 75 por ciento de los trabajadores no tiene seguridad social.
Bueno, nosotros también hemos aprendido a llamarles hibakusha a los sobrevivientes de nuestra bomba atómica, no por el respeto a los muertos, sino por la cultura de tolerancia a la desigualdad. Nos parece tan normal que haya pobres. Es más, la agroexportación, el azúcar y el café, no serían tan rentables sin ellos. Y, las remesas familiares no abundarían si todos estuviéramos bien en Guatemala.
Con la bomba atómica de Hiroshima se puede saber, a ciencia cierta, quién fue el que apretó el botón. Con la nuestra es más complejo. Sabemos que tienen que ver aquellos que robaron las tierras a los indígenas, aquellos que avalaron la muerte y la persecución política; también han ayudado los políticos que han hecho de la administración pública su empresa particular. Pero, usted y yo, somos cómplices, por callar, por permitir, por no poner un hasta aquí. Así es que debemos comenzar a ser responsables. Desactivar la bomba significa involucrarnos en la construcción de un futuro colectivo digno para todos. Para vivir en un país distinto, debemos actuar distinto.
Columna publicada en el Diario de Centroamérica, en agosto de 2010.